| Por Guillermo Arbe Gerente de Estudios Económicos de Scotiabank Perú La economía no es una ciencia exacta. Ni siquiera es una ciencia, creo. Es una disciplina con pretensiones de ciencia. Sin embargo, los economistas nos autoexigimos y la sociedad nos demanda proyecciones y pronósticos con una precisión que sólo puede dar una ciencia exacta. Lógico, sobre estos pronósticos se toman decisiones. Si acertamos (cosa que a veces ocurre), alguien puede salir beneficiado. En cambio, las muchas veces que nos equivocamos dejan una secuela de muertos y heridos impresionante. Los analistas de mercado, sobre todo los de Wall Street, tal vez sean los que peor récord tienen en vaticinar el futuro. Si no fuera así, sus instituciones y sus clientes no estarían quebrando. Esta pobreza de análisis se debe, en parte, a la alta rotación de los analistas. Antes de que puedan adquirir la experiencia que les permita entender lo que está pasando, ya han cambiado de trabajo, de mercado, de análisis o de oficio, cediendo el lugar a otro novato aún más despistado. Me consta, yo fui uno de ellos. Y por esta falta de experiencia terminan remedándose los unos a los otros. La culpa también la tiene la rapidez de los acontecimientos. He visto cómo analistas, por el apremio del cierre de su informe, sustituyen el análisis de algún movimiento inesperado del mercado por la explicación que está más a la mano. Son pocas las veces en que ésta tiene algo que ver con la realidad, pero basta que sea expuesta en forma oportuna en el foro apropiado para que sea asumida por otros, propagándose como una verdad incontrastable. Y esto es en tiempos normales. También en tiempos normales aflora la impredecibilidad propia de la teoría del caos, aparecen los cisnes negros (alto impacto de eventos de baja probabilidad), confunden los rezagos y problemas de timing, y, en fin, surge la conjunción de una multiplicidad de eventos con impactos disímiles que se mezclan con la simple falta de sentido común. Estas distorsiones despistan al analista incluso en tiempos normales. Pero también despistan al auditorio. Uno de los retos más grandes del economista es cuando su opinión contradice el consenso del mercado o la tendencia del momento. ¿Cómo explicar que la inflación debe aumentar por la tremenda inyección de dinero en la economía si los precios de los commodities están bajando? El economista inseguro optará por traicionarse a sí mismo, con tal de mantener su credibilidad. La prueba de lo despistados que andan todos es que hay crisis. De hecho, ésta es el resultado de una miopía sobrehumana en los países desarrollados, a nivel de autoridades, reguladores, traders, brokers y analistas. A todo esto agréguele la volatilidad de una crisis como la actual, en que el capital especulativo ha crecido una enormidad, pues se escabulle de un mercado a otro con la ponderación y la coherencia de una bala perdida. ¿Que los precios y los mercados están gobernados por sus fundamentos? Nada. Estos capitales se mueven donde hay rentabilidad rápida. Es éste el estado de los mercados hoy, en que políticas monetarias erradas han alimentado el surgimiento de una cantidad monstruosa de capital especulativo que distorsiona todo. ¿Que los precios de los commodities se van a descalabrar por la desaceleración mundial? Mentira, la caída refleja movimientos de capital. ¿Que la inflación ha desaparecido? No estemos tan seguros, pues el mundo vive la mayor expansión monetaria de la historia. ¿Que el dólar es refugio de valor? Imposible. El mundo se está inundando de dólares y las finanzas públicas de EEUU se están deteriorando a la velocidad de la luz. ¿Que el sol se va a depreciar por la caída de los metales? Depende de con qué se le compara. Las proyecciones del tipo de cambio son las que mejor reflejan la dificultad de ser economista en tiempos de crisis. La única respuesta honesta a la pregunta de cuál va a ser el tipo de cambio dentro de seis meses o un año es: no sé. Cualquier otra es falsa, debido a los cambios de dirección frecuentes, bruscos e imposibles de pronosticar del capital especulativo. Y, sin embargo, decir no sé no es aceptable. Al economista se le obliga a engañar. Debe dar un número. Y como el riesgo de equivocarse es tan alto, lo natural es dar uno que no se diferencie mucho del consenso de mercado para esconderse dentro de una selva de pronósticos parecidos, a ver si pasa desapercibido. No vaya a ser que alguien te crea y tome una decisión basada en tu proyección... errada como siempre. (c) 2008, AméricaEconomía. Todos los derechos reservados. |
jueves, 7 de mayo de 2009
Ser economista en época de crisis
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